Defender el maíz es defender la vida y la cosmovisión campesina-indígena. Y viceversa. En ese camino, la gente de las ciudades tiene un papel que apenas comienza a reconocer. Este proceso de resistencia ante las agroindustrias y las instancias de planificación mundiales culmina reforzando la visión con horizonte que los pueblos estrenan apenas hace pocos años. En el campo, pero inescapablemente también en las ciudades. Mientras, pese a la violencia y la criminalización, pese a todos los ataques a los pueblos indígenas y campesinos, la esperanza y el maíz siguen vivos.
Uno de los rasgos más antiguos de los pueblos originarios es que nuestra vida es la siembra. Ser campesinos no es una actividad más. Toda nuestra visión milenaria y nuestra manera de relacionarnos con el mundo viene de ahí. Ser sembradores, desde siempre, producir nuestros propios alimentos, cuidando de la familia y la comunidad, nos hace ver el trabajo, las relaciones sociales, el espacio y el tiempo, de un modo particular. Los campesinos valoramos lo comunitario y en colectivo nos relacionamos con la tierra. La conversación con que se crió el maíz es también colectiva. En gran medida, quien siembra para comer no necesita trabajar por dinero para aquéllos que explotan su trabajo. Nuestra relación con la siembra, minuciosa y detallada, crea vida a diario y nos hace prestar atención a muchos signos. En cada una de nuestras tareas de cultivo se cumplen ciclos diminutos que dan orden, sentido, al paso largo de otros ciclos más grandes como el del sol durante el año, en un verdadero tejido de estaciones, climas, humedad. Los campesinos vemos detalles que la gente de las ciudades no mira. Ser sembradores, campesinos, es una espiritualidad completa, colectiva, comunitaria, que nos enfrenta de inmediato con los sistemas que nos quieren imponer tantas formas de relacionarnos. Esto nos da conciencia de ser diferentes, de resistir las imposiciones, nos hace ver claramente los ataques de los gobiernos y las empresas. Pensar que el maíz es sólo un “rasgo cultural” que hay que “comprender”, “tolerar”, en una época de “multiculturalidad”; proponer que la cultura o vía campesina es un aspecto del pasado al que hay que guardarle un nicho (si se pudiera en un museo, mejor) es no entender que nuestra vida sin maíz, sin siembra, no es vida. Ser sembradores no es folklore, es nuestra existencia entera.
Crianza mutua
El maíz no es una cosa, ni sólo una mercancía o un cultivo: el maíz es un tejido de relaciones. Se originó hace unos 10 mil años de la crianza mutua, de la conversación entre pueblos originarios de Mesoamérica y algunos pastos que, con el cultivo, se fueron haciendo al modo humano. Poco a poco aprendimos que el maíz es comunidad con el frijol, la calabaza, el chile y otras plantas, algunas medicinales. A esa convivencia los pueblos de México le decimos milpa y en otros lugares le dicen chacra. Esta crianza mutua entre campesinos (sobre todo las mujeres) y maíz hizo que éste dependa de la gente para cumplir su ciclo de vida y ya no se da silvestre. Es una crianza mutua que han ejercido muchos pueblos diferentes, por eso el maíz es tan variado y los pueblos florecieron tanto en la historia: su diversidad cultural y la del maíz se alimentan mutuamente.
Su versatilidad
El maíz tiene sus parientes silvestres, pastos no comestibles que se encuentran todavía en México, Guatemala y Nicaragua, y su permanencia da esperanzas de que el maíz siga vivo. El maíz de nuestros días es muy versátil: rinde mucho, es muy nutritivo y se adapta a variados ambientes: es tan noble que se esparció por toda Mesoamérica y gran parte de América del Sur y del Norte. Cuando se conoció el maíz en el Viejo Mundo, todos quedaron impactados por la facilidad con que se prepara, lo mucho que rinde a partir de unas pocas semillas, lo poco que se desperdicia pues tiene “su propia envoltura”, el tiempo que dura bien almacenado, la cantidad de nutrientes que proporciona. Puede cultivarse en muchos climas y humedades, del semi desierto a las selvas, en las tierras templadas del altiplano y las bajas tropicales. Madurar le lleva de cuatro a trece meses. Crece en planicies, en cañadas, en terrenos fértiles o pedregosos.
Dicen que hay más de 40 razas de maíz en México, y más de 250 en toda América. Hay más de 16 mil variedades. Entre los cientos de maíces tradicionales usados todos los días por los campesinos e indígenas de México existen blancos, rojos, amarillos, azules, negros, pintos, con mazorcas pequeñitas o que miden más de treinta centímetros, con granos dientones o finitos, con caña gruesa o delgada, más duros o más blandos.
Las hojas y raíces se usan como medicina (los cabellos del maíz tierno se usan como diurético y para disolver cálculos renales; combinado con otras plantas cura males hepáticos y biliares; los pistilos de la flor se utilizan como tranquilizantes). Bebidas de maíz se usan como sustituto para niños que no toleran la leche, la masa se usa para cubrir heridas; las mazorcas tostadas para madurar abscesos.
Hoy muchos pueblos de los países europeos, africanos y asiáticos dependen de él para sobrevivir. Es uno de los cuatro cereales que aportan más del 50 por ciento de toda la nutrición de la humanidad. En 18 países (12 de América Latina y 6 de África), es el principal alimento. Las variedades tradicionales, en especial de México, son la reserva más importante para criar maíz en todo el mundo.
El cuidado del mundo
La vía campesina en el mundo sigue siendo pujante todavía y hoy gran parte de la población mundial es campesina y somos nosotros, justamente esos vilipendiados cuidadores del mundo, quienes alimentamos al resto de la humanidad.
Si sucumbiéramos las comunidades indígenas que hemos cuidado del maíz escuchando su voz milenaria, el futuro de la humanidad estaría amenazado.
Hay colectivos que no le pedimos permiso a nadie para ser, por el solo hecho de tener un cultivo del cual nos alimentamos como fruto de labores comunitarias, sin depender del exterior casi para nada. Esto nos permite cuidar nuestra comunidad, nuestro territorio, el bosque, el agua, los seres vivos materiales y espirituales, la biodiversidad y nuestros saberes tradicionales y contemporáneos que son toda una manera de asumir la vida. El impulso vital que existe entre la milpa (que es también una comunidad) y la comunidad humana, tiene un corazón político y social inagotable, por eso, después de 10 mil años en que nuestras semillas siguen vivas, hoy sembrar maíz con nuestras propias semillas es un asunto político.
La guerra contra los campesinos.
Despojados de vastas extensiones de nuestro territorio ancestral los pueblos indígenas seguimos sembrando maíz en las laderas y en las terrazas, a veces en condiciones muy difíciles. El maíz lo ha resistido todo.
Las grandes empresas y los gobiernos decidieron que quienes sembramos maíz nativo —con tantos saberes que le dan vida— debíamos irnos del campo pues sólo producíamos para la comunidad sin entrar al mercado. Quieren que la gente que sembramos nos vayamos a la ciudad a las fábricas o a las grandes empresas agrícolas a trabajar semi esclavizados, y así poder quedarse con nuestro territorio y con todas las riquezas que ahí se encuentran.
Desde los años cincuenta, los gobiernos y las empresas, cómplices, engancharon a los campesinos a comprar semillas llamadas híbridas, que al principio rendían más pero después sólo con mucho fertilizantes y plaguicidas industriales apenas muy poco. Los suelos se erosionaron y se hicieron dependientes de esas drogas, que muchos compran año con año para que los terrenos rindan.
Hoy, los campesinos que tienen menos posibilidad de sobrevivir son quienes cambiaron sus semillas por las híbridas y se metieron a pagar año tras año por bultos de esos agrotóxicos, desgastando sus suelos. Comenzó a ser muy difícil vivir del maíz y la gente vació muchas comunidades y perdió su ser más antiguo: ser sembradores. Con las tecnologías de la Revolución Verde se despreció la enorme sabiduría que sustenta los maíces nativos, se impusieron formas de cultivo y consumo muy emparejadas, se destruyeron muchos modos que las comunidades tenían para mantener, mejorar y compartir las semillas.
La privatización de la tierra abrió de nuevo la especulación agraria, las invasiones y expropiaciones, y dio entrada a los megaproyectos que hoy amenazan a cualquier comunidad rural cuyo sustento sea la agricultura. Se extremó así la creciente marginación social en el campo. Se provocó la expulsión de mano de obra a las ciudades o a los campos de jornaleros, el vaciamiento de los territorios, fomentado también por la escuela oficial, que les inculca a niños y jóvenes que estudiar sirve para recibir un salario, dejar de ser campesinos e irse. Estas ideas arruinan de tajo la relación con la tierra y el orgullo de producir la propia comida.
La contaminación transgénica es la señal más alarmante porque es intencional. Los transgénicos desfiguran el maíz, agotan la variedad cuidada por siglos, su riqueza y significado. Promueven la dependencia total de las industrias, le quitan a la agricultura todo su sentido vital. Pero muchos mantenemos nuestro antiguo oficio y estamos en resistencia. Tal vez la clave es el cuidado detallado que campesinas y campesinos pusimos en el asunto, mediante un tramado de saberes que hoy día parecen misteriosos.
1. Sólo quienes están directamente involucrados en la siembra pueden hacer algo. La solución al problema de contaminación del maíz transgénico sólo puede ser resuelta en el largo plazo, y somos los pueblos campesinos e indígenas quienes podemos lograrlo, comunitariamente. Hay que impulsar una prevención y curación naturales, propias de la relación milenaria entre el maíz y los humanos, y para los casos de maíces deformes o semillas que les parezcan extrañas a las comunidades, se puede hacer un diagnóstico de laboratorio.
Repensar colectivamente que la cultura es fuerza política, económica, social y ecológica, y se sustenta en nuestro ser campesinos sembrando lo propio junto con la comunidad, cuyo corazón es la asamblea.
2. Recuperar la confianza en la semilla que sembramos. Detectar los maíces dañinos con la sabiduría de los viejos, abandonar los híbridos (y cualquier otra semilla ajena) regresando a los canales de confianza de intercambio y cuidado de las semillas. Como es un momento crítico, no basta hacer lo que siempre se ha hecho. Hay que reflexionarlo y aguzar la atención sobre nuestro maíz, física, espiritualmente, sobre lo que ocurre en su entorno, para identificar los transgénicos y aislarlos (despuntar la espiga de una planta poco confiable es una de las tantas precauciones). Tenemos que saber qué semilla estamos sembrando, ir depurando cada ciclo nuestra semilla, así iremos desechando el maíz contaminado.
3. El reto es recordar. Entender qué hacían los viejos para conservar la vida. Fomentar la defensa, el reconocimiento e intercambio de nuestras técnicas tradicionales de cultivo (agronómicas, ecológicas, medicinales y otras) incluidos los nuevos conocimientos del cultivo “orgánico”, la agroecología, la permacultura y otras técnicas confiables. Juntar técnicas tradicionales y métodos alternativos de agricultura nos da una herramienta poderosa si además reforzamos la diversidad en las parcelas y el cultivo de traspatio.
4. Para defender al maíz hay que seguir cultivándolo. La mayor amenaza al maíz nativo es que ya se cultiva poco. Hay que diversificar las variedades, sembrar todas las posibles en cada ciclo, pues eso da garantías contra las variaciones de clima, calor y humedad. Es importante sembrar maíz precoz y tardón. Si diversificamos variedades, también hay que diversificar siembras y hacer un manejo de las edades del polen, con eso disminuimos la posibilidad de que semillas no confiables se metan a nuestros terrenos.
5. Es central mantener nuestra identidad como pueblos. La defensa del maíz pasa por recuperar y fortalecer nuestras ceremonias sagradas, el costumbre, nuestras tradiciones y rituales de cuidado y permiso como siempre. Hoy día existe toda esa riqueza porque cada pueblo supo mantener su tradición, porque hubo respeto a la historia y la voluntad de cada comunidad y familia, un respeto a lo sagrado. Si queremos mantener toda esta riqueza tenemos que respetar lo que ha sido nuestro y sagrado durante toda la historia.
6. Hay que mantener la semilla y la tierra. Alguien que pierde la semilla tiene muchas más posibilidades de tener que migrar que alguien que todavía la tiene. Mantener la semilla significa tener buena semilla para uno mismo, para la comunidad, para la tierra a la que uno tiene acceso. Una semilla que responda a las necesidades y gustos de cada pueblo. Si se uniforman los gustos o se tratan de emparejar las necesidades, se pierde la calidad de las semillas: su diversidad.
Hoy existe un ataque contra la biodiversidad. El pueblo que no tiene diversidad se hace dependiente. Se están cambiando las leyes para obligar a los campesinos e indígenas a hacerse dependientes. Para conservar la diversidad tenemos que preguntarnos cómo conservar la vida, qué es lo que la ley permite y qué es lo que necesitamos, con permiso o sin permiso de la ley. Hay que negarnos a las leyes que criminalizan nuestro ahorro y nuestro intercambio milenario de semillas de confianza.
7. Recuperar los saberes colectivos. El maíz jamás puede quedar en manos de un grupo, no importa cuán escogido o comprometido esté. Es imposible que haya una persona, empresa o instituto del Estado que sea capaz de crear semillas que sean buenas para todos.
La diversidad y la calidad de la semilla vienen de que haya miles y miles de campesinos produciéndola. No sólo intercambiamos semillas sino que intercambiamos saberes. Las semillas pueden ser distintas porque todos sabemos cosas distintas. Para que haya semillas diversas tienen que haber saberes diversos. Pero sabemos por pedacitos, y sólo entre muchos se hace un saber grande. La riqueza de variedades no acaba nunca. Cada persona, familia o comunidad por la que pasa una variedad le agrega o cambia algo. No hay que olvidar jamás que todos sabemos. Cuando aceptamos que alguien nos trate como ignorantes, que no sabemos, que no tenemos ideas, estamos aceptando que se pierdan saberes sobre las semillas.
8. Recuperar los suelos. No sólo a nivel de parcela, sino en microregiones o regiones más amplias. Hay que abandonar los agroquímicos y volver a muchos de los saberes antiguos para fertilizar, y a los sistemas que controlaban las plagas sin pesticidas o herbicidas.
Para los pueblos del maíz en México la Revolución Verde fue cuando se hicieron adictos los cultivos y la tierra a una droga que cada vez se necesita más y más y sirve menos y menos. No sólo nos enfrentamos a la contaminación transgénica, sino a la contaminación de los químicos, a las supermalezas y la resistencia de las plagas que tienen roto el equilibrio dentro de las milpas. La tierra está intoxicada, pero también el agua y los peces se han perdido y se han envenenado. En la milpa también hay que dejar alimento para que coman los animalitos que se pueden volver plaga. Ellos también comen y quieren sobrevivir, una comunidad-milpa incluye también lo que no se come o aparentemente estorba o no es útil en principio. Es muy importante convivir con la diversidad de los animalitos.
También hay que frenar la erosión de los suelos. Cosechar el agua y afianzar la tierra para evitar hundimientos y deslaves. No podemos pensar sólo en la parcela, tiene que ser comunitario, regional. Territorial. Alimentar la tierra, plantar cortinas de árboles, hacer retenes de piedras en las faldas de los cerros para juntar la tierra que baja con las lluvias, sólo podemos hacerlo comunitariamente.
9. Cultivos soberanos. En vez de hablar de autoconsumo, hablemos de cultivos soberanos. Es indispensable intentar salirnos, lo más posible, de la economía del dinero. Producir para vender y comprar para comer nos hacen perder la soberanía alimentaria y laboral de los pueblos del maíz. Un pueblo que compra semilla y que compra comida es un pueblo que no se puede mandar a sí mismo.
Tenemos que estar orgullosos de sembrar maíz para que coma la familia, la comunidad, fortaleciendo los saberes de los mayores y las nuevas técnicas integrales que concuerdan con esos saberes y los complementan.
Como no existen ni subsidios ni fomento ni precios de garantía que apuntalen la economía campesina, es vital juntar subsidios autónomos y precios de garantía propios (regionales), tal vez haciendo un llamado a los migrantes y sus organizaciones. Atrevernos a dejar de gastar en productos industrializados que no son indispensables. Pensar cómo regresar a mercados más chiquitos, a maneras de trueque, a intercambios locales, para que encontremos un modo de vida manejable, con respeto por el todo. Por eso es importante que todo lo que produzcan las comunidades se consuma, para que la comunidad entienda que podemos producir nuestro propio sustento.
10. La contaminación transgénica es intencional. A propósito. Y el gobierno pretende que como ya se contaminó, es el momento de permitir la siembra de transgénicos. O puede proponer el exterminio de variedades nativas “contaminadas”, en un discurso de erradicar la contaminación del maíz. Pero no hay que confiar en el gobierno. No podemos permitir que ajenos a la comunidad (laboratorios, fuerzas armadas, empresas, programas del gobierno) lleguen a nuestras comunidades diciendo que van a ayudarnos.
11. Impedir la entrada de semillas de las que no sabemos su historia. Cerrar nuestras fronteras regionales y nacionales a las semillas de fuera, sean híbridas o forrajeras de las industrias, o las de las tiendas gubernamentales. Dejemos de comprarlas y busquemos el intercambio y la comercialización propia, en donde se pueda. Promovamos y realicemos un sabotaje a los paquetes de ayuda alimentaria de los que desconocemos su origen o las intenciones de quienes nos los quieren otorgar. Exijamos que se suspendan las importaciones agrícolas.
12. Rechacemos las leyes injustas de bioseguridad, acceso genético y propiedad industrial, y exijamos que se mantenga la moratoria a la siembra de maíz transgénico estableciendo alianzas para fortalecerla. Rechacemos también los programas de certificación e individualización de tierras. Son una estrategia para exterminar al maíz y a sus pueblos. por eso debemos defender nuestro territorio y el carácter comunitario, colectivo, inembargable, inalienable de nuestras tierras.
13. Es prioridad reforzar la autonomía, la organización comunitaria. La lucha por la defensa del maíz va con la lucha por el territorio y el autogobierno. Cuando la asamblea es la máxima autoridad, podemos impulsar tácticas agropecuarias y ambientales propias. En nuestros estatutos comunales y reglamentos ejidales puede prohibirse la siembra de transgénicos, y establecer una moratoria de facto decretada por los pueblos indios y campesinos en torno al consumo, la siembra y el trasiego de maíz transgénico. Es indispensable buscar la integridad del territorio indígena mediante el equilibrio que lo ha mantenido como territorio.
El maíz y la autonomía
Defender nuestro maíz (el ámbito sagrado donde se le venera, los saberes ancestrales que lo hicieron posible y el margen de autonomía que otorga sembrarlo para el consumo propio), nos permite fortalecer la lucha por nuestros derechos colectivos, nuestro gobierno comunitario y nuestra historia mientras defendemos el agua, el bosque, el territorio y nuestros propios proyectos de bienestar cuidadoso y autogestionario.
Sólo con maíz propio, nativo (no su desfigurada versión transgénica), sembrado para que coma la comunidad dependiendo lo menos posible, se pueden vivir los ámbitos del nosotros: el trabajo colectivo, la justicia propia, el autogobierno, la asamblea, en una vida a contrapelo de los sistemas planetarios.
Una de las finalidades de los transgénicos es hacer que todos los campesinos tengan que comprar semillas todos los años, y para asegurar eso las empresas están inventando una variedad que sólo se cosecha una vez y sus semillas son estériles, conocida como Terminator.
Si Terminator contaminara a cualquier otra variedad, la volvería estéril, y significaría la dependencia total hacia las compañías diseñadoras y productoras de semillas, que están patentando más y más variedades. Se hace urgente entonces que iniciemos un proceso de reflexión que nos dé horizonte de cómo nos atacan los planificadores y los poderes mundiales, las agroindustrias y los gobiernos.
Desde la milpa se ve el mundo entero. Hay que reivindicar lo que significamos los campesinos en un mundo “globalizado” que quiere convertir en industria incluso la agricultura. El maíz y otros cultivos soberanos son el corazón de la resistencia comunitaria contra el capitalismo y sus megaproyectos.
Mantener nuestra amorosa relación con el maíz nos permite el resquicio suficiente como para no pedirle permiso a nadie para ser, impulsando una resistencia real, política, social, económica, de saberes, dignidad y justicia. Nos permite un autogobierno con sistema de cargos como servicio, eso que los zapatistas llaman “mandar obedeciendo”. Permite el resquicio necesario para reconstruir nuestro camino propio.
Nos hace entender el tejido de relaciones que posibilitan la existencia de este alimento-oficio-relación que es sagrado.
El pueblo wixárika de la sierra de Jalisco en México, lo pone de esta manera:
– Está bien: defender el maíz...
– Para defenderlo tenemos que curar los suelos...
– Entonces hay que dejar de usar los agroquímicos que lo han desgastado. Volvamos a las siembras a la manera antigua.
– Pero entonces debemos buscar que no haya tampoco deslaves ni erosión...
– Para eso ha que reequilibrar el agua...
– Para eso hay que cuidar los bosques, pa’ que detengan la erosión, traigan las lluvias, refresquen con aire bueno la región...
– Pero para eso hay que defender nuestro territorio y emprender acciones en pos de nuestros derechos agrarios y de pueblo...
– Entonces tenemos que tener una organización comunal real, donde quienes sean representantes, de veras obedezcan el mandato de la comunidad.
– O sea reforzar el papel de las asambleas comunitarias, ya no sólo comunales, acercando a las autoridades tradicionales y las agrarias
—pues los gobiernos intentaron siempre separarlas.
– Entonces tenemos que tener maíz, para que quienes asuman un cargo no se vean en la necesidad de trabajar, pero que sí sigan anclados a la tierra, como campesinos en iguales circunstancias que el resto de los comuneros.
Entonces existe una especie de círculo mágico: una propuesta de integralidad donde nada puede estar desvinculado. Se trata de la reconstitución integral de las comunidades, de la organización comunitaria.
Es el cultivo del maíz como corazón de una resistencia y de la posibilidad de una autonomía, ejerciendo plenamente su territorio en todos los planos: desde el más geográfico hasta el sagrado, en la riqueza de las relaciones humanas y con todo, porque todo está vivo. Conclusiones Defender el maíz es defender la vida y la cosmovisión campesina-indígena. Y viceversa.
En ese camino, la gente de las ciudades tiene un papel que apenas comienza a reconocer. Este proceso de resistencia ante las agroindustrias y las instancias de planificación mundiales y sus administradores encarnados en los gobiernos, culmina reforzando la visión con horizonte que los pueblos estrenan apenas hace pocos años.
El horizonte parece negro, pues el maíz y otros muchos cultivos estratégicos están en riesgo, y como tal la viabilidad del ámbito rural, pero también el de las ciudades. Si la gente de las grandes urbes empata con los campesinos sus reflexiones y su crítica aguda, comenzará a entender la importancia de sembrar sus propios alimentos. En el campo, pero inescapablemente también en las ciudades, aunque ahora no todos lo reconozcan como urgente.
Mientras, pese a la violencia y la criminalización, pese a todos los ataques a los pueblos indígenas y campesinos, la esperanza y el maíz siguen vivos.
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